martes, 1 de marzo de 2011

Juego de estrategia

De haber sabido que la noche de juerga terminaría en esa discoteca del centro de la ciudad, me hubiese marchado temprano, despidiéndome con la excusa perfecta para quien busca evadir un contubernio de ocasión. Para mi desgracia, decir ahora que debía madrugar para ir a la mañana siguiente a la oficina sería un disparate, frente al hecho de que quienes hacían la fila conmigo para comprar las entradas al sitio eran compañeros de trabajo. A diferencia de lo que deducía de ellos, no era el licor el que dinamitaba el dique contenedor de mi elocuencia o de mi euforia; solía permanecer reservado en mi silla, sin perder mi lucidez, aunque esta noche me sentía y comportaba con la contradicción desde el deseo mismo, y la imprudencia palpitando doblada dentro de un bolsillo de mi saco. No había otra razón que explicara mi sometimiento vertical, con mis manos hacia arriba, mientras un monigote calvo y fornido me metía la mano en mi entrepierna, requisándome de una manera que invitaba a salir corriendo a tomar un baño de lejía con estropajo.

Mientras descendíamos hacia el ruido rojo de vapores cenizos, vino a mi presente la imagen mental que mi memoria mejor preservó del lugar: ascendiendo por un taburete alto, unos tacones negros, atados a unos tobillos delgados y firmes, preludiando un par de torneadas columnas entrecruzadas en una línea que se perdía y luego volvía insinuante bajo un manto azul eléctrico. Una espalda larga y desnuda como la espera desvelada de un amanecer a través de una ventana, que vertebra a vertebra escalaba hasta su cuello aceitunado y brillante, a su pelo corto y oscuro y a sus ojos negros, con pestañas de las que podrías descolgarte y caer hecho trizas al acantilado de su escote. Fue esa misma imagen la que siete meses después, me recibía de regreso en aquel lugar, donde el baile sólo perdona a los ignorantes o a los incapaces que van de paso; en cambio, es inclemente con la arritmia y la mediocridad de quienes son vencidos en la arena de la pista. Fue sentir todo eso de nuevo, en su expresión carente de saludo pero con la sonrisa insidiosa de quien fuera entonces mi ejecutora, que me llevó a buscar refugio inmediato en el baño del sitio, arrebatándole el pomo de la puerta a quien fuera que le tocara su turno de usar el servicio.

Una vez adentro, mientras abría el grifo y tapaba el desagüe, comprendí que pagaría caro la renuncia a mi voluntad, pero también que no había algo que pudiera hacerme desistir de este propósito. Con el pequeño sobre en la mano, tracé sobre el lavamanos la ruta blanca inicial para dar rienda suelta a mí mismo, sumergiendo mi rostro en ella y luego en la improvisada pila bautismal que daría nombre a este renacer, al final de la cuenta regresiva. 10, 9, 8...

El golpeteo sobre la madera se intensificó, trayéndome de regreso, mientras el agua se escurría como un remanso entre el cuello de mi camisa. Decidí tomar la ruta del exceso para acercarme a tu estación, a la cual la razón y mis predecibles buenas maneras antes sólo consiguieron dejarme varado y sin rumbo. El insulto del ebrio tras la puerta fue el gatillo que disparó hacia mí una segunda línea sobre la porcelana, para sentir entonces como dos rocas salían de mis muñecas y de un golpe mandaban a aquel bulto alicorado contra una mesa infortunada, sin importarme en verdad. Ahora bailarías conmigo, y eso sería para empezar.

No me importó tu rechazo inicial; a pesar de mis buenas maneras de costumbre, tomé tu mano con fuerza y te halé hacia mí con una controlada violencia. Parecía que el cuerpo alicorado no fuera el que yacía en el suelo, sino el reflejo de él en mi cuerpo. Pero no estaba ebrio; sólo un poco excitado y sacudido por la carga de adrenalina que recorría mi cuerpo. Fue genial, que pese a mis predicciones, te gustara ese trato violento y te aferraras con fuerza a mi cuerpo moviendo tus caderas al compás de la música, clavando tu mentón en mi hombro y apretando mi pierna con las tuyas. Y eso sería para empezar, me repetí con determinación, cuando bajaba mi mano con firmeza sobre tu espalda, sentí como un estallido de cristal verde ensordecedor y una gota caliente que recorría mi cara, bajando desde mi cabeza me mareaban. Los pasos no coordinaban con la música y no podía entender tu voz en eco y tu cara de angustia.

Diez pares de botas entraron destruyendo cristales y rompiendo puertas, demasiado rápido para el nivel de consciencia que tú y el nivel de alcohol me permitía entender, a pesar que vociferabas lo obvio, yo aún traté de ver a mi alrededor y entender.

Creo que ahí fue cuando decidiste arrancar sin mí, o al menos sin que me diera cuenta que saliste corriendo agarrada de mi mano arrastrándome como si yo no pesara el doble que tú.

Aún así, alcancé a ver a varios amigos ahora presas del pánico, con caras igual de descompuestas que la tuya, pero en actitudes muy diferentes, gritando, pero no para huir, sino para enfrentarse; no agarrando manos sino agarrando palos, corriendo, pero en el sentido contrario a nosotros. Algo hizo "clic" en mi cabeza.

En ese momento fue que decidí detenerme. Al plantar mis pies, tu caíste, pues aún estabas agarrada; sin percatarme de mi mano, empecé a caminar de vuelta, con el pecho henchido, como tantas veces había soñado, como tantas veces había practicado, pero aún con la mente en blanco.

Ya que aunque siempre creí que en ese momento llegarían todas las epifanías de un solo golpe, el momento en si mismo era más que abrumador, más que contundente en sí mismo, y cualquier idea hubiera arrebatado la sincronía, aunque era justamente una idea la que me hubiera podido salvar, o la que nos hubiera podido salvar. Y así seguí caminando, esperando la idea que no llegaba, pero con el brillo en los ojos de un ganador que sabe que tiene vencida la batalla, sabiendo que detrás de mi seguías tu completamente indecisa de la dirección a seguir.

Lo increíble fue que con esa decisión bastó, en eso consistía toda la prueba que en realidad era ese momento, ya que ninguna idea era la necesaria (justamente en eso es que siempre se había fallado), que aún sin saber que no era más que una prueba, plantar la cara y mostrar el honor y la valentía (¿Honor y valentía? Nunca hubiera pensado en ellas) era toda la estrategia necesaria, como lo fue, para un final memorable.

1 comentario:

Ianck dijo...

sublime

como dice no hace falta nada mas