sábado, 17 de noviembre de 2007

Primer Cadáver Exquisito

El manual esta semana se ha ido al juego. Jugamos a hacer un cadáver exquisito y nos salió esta curiosa historia. ¿Han jugado este juego alguna vez? ¿Quieren jugar con nosotros?

Iracundo del sueño se levantó Iracundo Pérez. Iracundo, porque toda la vida había sido iracundo. Sus padres lo bautizaron en una iglesia Protestante y lo registraron un jueves en la mañana. Ese jueves 25 de febrero, Iracundo cumplía 36 años. Esperaba por fin, después de tantos años de insomnio y un carísimo tratamiento médico para dormir, descansar. Pero sus amigos y familiares no se lo permitían. Su teléfono había sonado toda la mañana, parte de la tarde y ahora, cuando Iracundo estaba iracundo del sueño, el constante repique de celular no lo dejaba conciliar su acuerdo con Morfeo.

Sin molestarse en encender la lámpara, se irguió en su cama y tomó en su mano el móvil aún vibrante. “Es absurdo”, pensó riéndose, al observar el verde reflejo de la triste realidad: estaba pronta la aparición de la mañana y él todavía no terminaba de redactar el fragmento correspondiente al cadáver exquisito al cual se había comprometido a participar. Resignado, Iracundo se enfundó en sus chanclas y arrastró sus pies hacia su ordenador, donde el cursor titilaba insistentemente entre la fugaz penumbra de su cuarto.

El alucinante efecto de un sueño recién interrumpido, le hacía creer que su colchón le susurraba frases, tan incoherentes como la idea de creer que aún a esta edad habitaba cierto ser bajo su cama que, aunque no lo podía ver, ahí permanecía y se comunicaba con él a través de sus sueños, o mejor aún de aquella pesadilla, cada vez más frecuente y más real, y que ahora intentaría dibujar en palabras, inconsciente del portal que su mente estaba por abrir:

Sueño desde el arrecife

Qué sabias pueden llegar a ser las madres, pensaba Donna, al dejar un último beso sobre el vidrio del portarretrato que contenía la foto que su padre le había sacado junto a Mary Ann, su mamá, durante aquel largo recorrido en automóvil por las costas de San Francisco. Recordaba sólo pequeños trozos, como en una película hecha jirones, de su visita al Acuario de San Diego y del calor que azotaba las playas de Santa Cruz; un calor tan intenso que estrenaba la resistencia de su lozana e infantil piel de 4 años, que amalgamaba la arena de su trajecito de baño a su cuerpo: era algo que no podía haber llegado a imaginar mientras hubiese permanecido toda su corta vida en Capitol Hill, entre asfalto y rascacielos.

Pero era distinto, nada comparable al sofoco que sentía ahora. Si tan sólo hubiese recordado sus consejos, su paciencia que tanto trató de impregnarle y que ahora echaba de menos, mientras aquel virus corrosivo y mortal perturbaba su conciencia e inyectaba de sangre sus ojos, su nariz y la del resto de la tripulación de aquel compartimiento del USS Centaurus, siendo ahora perseguida por aquella inesperada flota de submarinos de la Coalición. Nunca imaginó que la rabia contenida en su corazón, camuflada bajo ese traje oficial, estallase en átomos al arrojar esa caja de Petri. Ya no importaba ahora su contenido, ni su procedencia, como alguna vez le obsesionó, ya que escapar y vivir no eran opciones, menos ahora que su amor había sido echado por la borda, con la misma fuerza con la que ahora, su Almirante Stone, trataba de sacarlos vivos de un abismo inminente de fuego y sal.

Sin embargo, había algo que sí podía hacer, y que definitivamente haría sólo por placer. Tomó el cuchillo de instrucción que cargaría desde que su padre volvió maltrecho de la guerra, aquel que le recordaba precisamente porque la odiaba tanto, aquel que fuera su último, y en ese enlatado, único recuerdo de él. Sabiendo que igual le esperaba una irremediable muerte, y segura que para toda la tripulación tampoco habían esperanzas, salió de su escondite tranquilamente exponiendo el filo a cada cual que se encontraba a bordo. Los tres primeros murieron prácticamente sin esfuerzo, pero eso sólo porque estaba en una zona de gran ruido y soledad, conforme se iba acercando al puente de mando, era más difícil poder matarles, pero aún así, para cuando lograron atraparla, ya había matado con sus propias manos a 7 marineros y herido de muerte a 3 más. En realidad para cuando lograron controlarla, ella reía descontroladamente y los marineros empezaban a toser y a caer al suelo.

Fue ahí cuando decidió apagar el televisor. No entendía para nada de que trataba todo esto de la guerra, era aún muy pequeño y no ver ganar al bueno no le atraía, no entendía porque su padre mantenía estas guardadas con tanto recelo en el gabinete más alto de la sala. Ni siquiera cerca al reproductor. Y aunque nunca le había dicho que tenía prohibido verlas, el sabía que no le iba a gustar. Aún así, lo disfruto, no porque le gustaran, sino por lo prohibido.

Por supuesto, y dentro de su cinismo particular, decidió dejarla puesta, sólo quería demostrar, dejar como un hecho que las había visto, y que no le importaba si todos lo sabían y o si alguien más las veía. Y sin más, salió, liberado de una carga que ni sabía que tenía, disfrutando del momento, viviendo un instante vivido, morboso y epifánico, sabía lo que tenía que hacer, sabía cómo sería el resto de su vida sólo por ese momento, y fue consecuente con eso. Sólo para darse cuenta que era una sencilla realidad.

2 comentarios:

Sama dijo...

Oigan, este muerto está bien vivo! Congratulaciones particulares a cada uno de nosotros. Hay que repetirlo pronto.

kxi dijo...

Si, debo admitir que a pesar de todos los problemas que nos generó habituarnos a la dinámica propuesta el resultado me complace bastante. Iracundo se sentiría feliz al leerlo!